Tuesday, October 01, 2013

Ataúd de piedra

Estábamos los dos aquel día de excursión por el monte en la confluencia de las dos carreteras nacionales. En lo que parecía que había sido una cantera que se deslizaba hacía el lecho del río, bajábamos por los pedruscos amarillos en un escarpado paisaje de aspecto lunar. Bajábamos de piedra en piedra pues nuestro objetivo era llegar al río.

Hacía poco que salía con ella. Es más, me parece que no había nadie que supiera lo nuestro. Nos conocíamos del trabajo, pues ella era una cliente a la que empecé a visitar más asiduamente sin necesidad de terminar vendiendo nada. Dentro de mis visitas sin éxito comercial, comenté mi afición por la montaña y ella me dijo que estaría encantada de acompañarme a alguna de mis aventuras por los montes de la cercanía y, quien sabe, alguna un poco más lejana. Así fue como aprovechamos una de nuestras citas de domingo para transformarla en excursión montañera. Últimamente, justo antes de empezar a salir con ella, solía ir a la montaña solo. No necesitaba compañía. Tenía yo un amigo que siempre me había acompañado pero un buen día ya no pudo venir más y me dediqué a seguir caminando entre árboles y pedruscos yo sólo.

Íbamos saltando de piedra en piedra, de roca en roca, saboreando con la suela de las botas el raro amarillo de esas piedras de cantera abandonada. En uno de los saltos ocurrió el fatal momento que provoca este relato: mi chica resbaló y no fui capaz de alargar el brazo lo suficiente para que ella se agarrara a él. La caída fue brutal y no pude hacer nada más que quedarme petrificado, viendo cómo iba rebotando de roca en roca su delgado cuerpo por aquel bestial desnivel que no hubiera supuesto más peligro de haber pisado bien la roca, pero que el rebote en cada una de esas rocas planas, hacía que se convirtieran en mortales martillazos contra las costillas, cráneo, columna vertebral,… y cada vez más fuertes a medida que se superaba una nueva roca plana donde rebotar. Al tercer rebote me imaginé que ya había perdido la vida y me convencí de ello en el quinto rebote pues vi su rostro ensangrentado mirándome fijamente por encima de la mochila que llevaba a la espalda: su columna cervical ya no tenía más uso, se había deshecho y su cuello ya daba la vuelta entera al cuerpo. Y otro bote, y otro rebote. Su cuerpo botó varias veces hasta que llegó próximo al lecho del río y fue a encajarse entre dos enormes rocas que estaban separadas por una rendija cuya profundidad no dejaba ver el fondo. Allí quedó, en sepultura natural, su cadáver.

En ese paraje desolador en el que no había nadie ni nada. No había ni escorpiones en las piedras ni moscas en el ambiente. No había nadie a quien pedir ayuda. No había cobertura de telefonía móvil. No había NADA: sólo piedras. Sólo piedras y dos excursionistas, uno muerto y el otro acojonado perdido. Al cabo de diez eternos minutos en los cuales repetía en mi memoria la caída de mi amiga, una y otra vez; me moví un poco y fui recobrando el ánimo para bajar a ver qué había pasado con la chica. Bajé de roca en roca. La bajada no fue difícil pero si se ponía un pie en falso se podría convertir en un descenso por la escalinata de 100 metros de desnivel más peligrosa del mundo. Llegué hasta las dos rocas que atraparon el cuerpo sin vida y sin huesos enteros de mi recién estrenada y terminada compañera de aventuras. Miré por la rendija por donde se coló el cuerpo con su mochila y todo. No había salpicaduras de sangre pues ésta se quedó en las primeras piedras, además que la caída fue bastante limpia y la muerte vendría más por la fractura de la columna cervical que por el traumatismo craneal o el ínfimo desangramiento. Miré entre las piedras para ver si se atisbaba alguna cosa pero no mi más que oscuridad y un olor de humedad acompañado de un sonido de agua correr: el curso subterráneo del río, sin duda alguna.

Me senté en una piedra próxima a la rendija. Entonces empecé a pensar… y pensar qué debería hacer. Estaba yo tan asustado que no le veía la manera de reaccionar. Qué cojones hago, qué hago?!? Me preguntaba… Ya está: me piro. Salí del lecho del río seco y me dirigí hacia la carretera de nuevo. Nadie sabía que estaba allí, nadie nos vio, nadie ni nada me retenía al lado de un cadáver por el cual no se podía hacer nada. Estaba yo muy asustado y lo único que se me ocurrió fue abandonar el cuerpo sin vida de la chavala que me acompañaba en esa excursión.

Mientras caminaba cuesta arriba, con la cabeza abajo, me notaba la sensación como si hubiera bebido más de la cuenta. No caminaba haciendo eses pero no tenía claro en qué punto estaba yo caminando: si estaba cerca o lejos de la carretera. Me sentía como si un ruido me tapara los oídos y no me dejara oír el vacío silencio de esa cantera de piedras amarillas. No podía levantar la cabeza ni darme cuenta de qué había a mis lados pues se me había anulado la visión periférica. ¿Qué me pasaba? Pues que estaba acojonado perdido. La cara de esa chica mirándome por encima de su mochila -qué fuerte- y no estoy seguro de que realmente me estuviera viendo… un momento… ¿y si sí que me estuviera viendo y, aun y teniendo el pescuezo fracturado, tuviera un hilo de vida que aun le permitía percibir imágenes y la última imagen que se llevaba de esta puta vida era a su compañero mirándola como se despeñaba sin haber alargado la mano para ayudarla a no caer? Es igual… ¿A quién se le va a chivar de eso? Seguí subiendo por las piedras hasta llegar a la carretera sin poder escuchar ni una mosca, el aturdimiento que me taponaba los oídos no me dejaba oír nada, intentaba recordar las impresiones llevadas del fondo del lecho del río: el ataúd pétreo de la chica, el olor a humedad, y el sonido de agua que corría por el fondo de esa brecha entre piedras. Porque sólo oí correr el agua… ¿verdad? No se oía a nadie pedir auxilio… ¿verdad? ¿o sí?... No, imposible pues la chica estaba muerta al tercer rebote, tenía el pescuezo fracturado: me miró por encima de su mochila.

Un punto más a añadir a mi acojone: había perdido a la chavala, la había visto morir, me piraba del sitio sin ninguna intención de pedir ayuda o relatar lo ocurrido pues seguro que me buscaría problemas, y no estaba realmente seguro de que se hubiera muerto pues ahora no sabía si había o no había oído una voz entre las piedras… ¡Vaya mierda de vida!

Un día desperté en mitad de la noche por una pesadilla que tuve en la que presencié la muerte de una chica en una cantera de piedras amarillentas. Era todo tan real que el sudor frío había empapado la almohada. Me cercioré que había sido una pesadilla y que después de un vaso de agua todavía me quedaban 3 horas enteras para dormir antes de que sonara el despertador para ir a trabajar. No dejaba de darle vueltas a la pesadilla:

- Era sólo una pesadilla. Una pesadilla.- me decía a mi mismo para convencerme, pero había algo que me decía que esto ya me había ocurrido en cierta vez. Pero no en una cantera…

Resucitó en mí una sensación de recuerdo. Como aquellos que recuerdan algo de cuando tenían menos de 2 años o qué oían en el vientre de su madre. Algo lejano, borroso pero, a la vez, vívido. Algo oculto en mi mente durante mucho tiempo. Me vino a la memoria una carretera oscura de madrugada, un transeúnte caminando por el arcén derecho y cómo ése caía por arte de magia, sin haberlo tocado nadie. ¿Otro sueño? Creo que me había quedado dormido recordando este otro suceso, pues la almohada estaba más mojada aun… Era otro sueño ¿o no?