La ciudad estaba rebosante de obras y mejoras por todas partes aunque hubieran males que se solían esconder bajo la alfombra o se desplazaban a otras partes del área metropolitana. Era esa la Barcelona preolímpica.
El barrio se había convertido en una enorme obra de construcción. Palets de adoquines amontonándose en los espacios entre edificios del barrio, sacos de cemento, haces varillas de acero, zunchos, contenedores para la runa donde se solían ver materiales de lo más diverso,... y las habituales jeringuillas, excrementos humanos en los rincones y recovecos que se hacían entre las casetas de los obreros y los materiales. Cemento y más cemento para tapar la miseria, para dar un bonito color gris a tanta negrura de almas de barrio obrero de la post-transición. Precariedad, abandono social, miedo... peligro. Mucho peligro en unas obras de construcción que hoy en día serían de denuncia a Inspección de Trabajo pero en aquellos años era lo que había; la construcción era un oficio duro y peligroso. Como peligroso era dejar esos materiales para que los niños del barrio los tomáramos como juguetes; por que a un niño cualquier cosa le puede parecer un juguete: la imaginación no tiene límites. Y entre todo ello... el recuerdo de una bruja.
Aunque pasaran unas eternas 3 semanas del episodio de nuestra pérdida de virginidad parapsicológica, para unos niños pudieran parecer años, pero habían cosas que no las olvidábamos tan fácilmente. Cuando hay un miedo sobrenatural que te acecha la mente de día y de noche, cuando la pesadilla es en vigilia más que en sueño. Pero éramos niños, y como niños teníamos que desarrollar nuestras habilidades sociales y nuestra musculatura jugando. La pandilla se reunió.
- Vamos a la obra, hay un sitio que puede ser nuestra casa! - Nos dijo la mayor de todos.
Nos dirijimos a lo alto del terraplén que dividía longitudinalmente la calle. En este terraplén se situaban en lo alto una fila de bloques de viviendas y en la parte más baja de la calle otra fila de bloques con una plazoleta donde se acopiaban los materiales. Nosotros fuímos allí a lo alto, donde se estaba construyendo un muro de contención que hacía de separación a los dos desniveles de la calle. Ese muro era de hormigón armado. Había una parte ya construida y una parte encofrada en la que el foso era de unos 2 metros de profundidad y contaba con peligrosos zunchos y varillas de metal dispuestas de manera vertical. Unas auténticas columnas del mal que perfectamente podrían hacer un buen pinchito moruno a cualquiera que cayera en ese encofrado sin ningún tipo de vallado ni de tapones en la punta de las varillas. Pues a los niños no se nos ocurrió otra cosa de tomar esa parte de la obra como la casa. Y allí empezó el mal. La niña que se mofó del espíritu de la bruja rivalizaba con una compañera de juegos para ver quién se hacía con el rol de cocinera de esa inmensa cocina de cemento y graba que daba de comer a toda la pandilla en nuestros juegos. La discusión por el puesto de cocinera no se hizo virulenta hasta el punto en que la riña por el puesto no alertó al resto de la pandilla. Eso fue motivo para que no viéramos qué ocurrió cuando la niña maldita cayó al foso del encofrado y se empalara en un brazo una de las afiladas varillas que le desgarró la carne del codo. La niña que rivalizaba por el puesto de cocina la había empujado en un delirio del que no era consciente. Algo la poseyó para que llevara a cabo esa acción.
Gritos. Gritos como jamás había oído desde el fondo del foso. Un señor sacó a la niña tirando de ella por el brazo lesionado dejando a la vista la carne colgando del codo con el hueso al aire. Los espectadores, niños, vecinas que se asomaban a las ventanas ante tanto griterío. Y los padres de la niña que bajaron de casa a toda prisa. Al ver cómo traían la niña con el brazo ensangrentado, el padre empezó a darse de cabezazos contra la pared hasta sangrar. Ese acto inútil no aliviaba el dolor, no calmaba los gritos. Recuedo como si fuera ahora mismo cómo el cielo se oscureció; como si una enorme nube tapara el sol del sábado de verano. Una nube que nadie vio puesto que nuestros sentidos estaban puestos en la escena. El sol salió de nuevo, la bruja desde el más allá había expresado su mofa hacia nosotros con un apagón solar de 10 segundos, mientras nuestros tímpanos se hacían jirones escuchando los gritos agónicos que inundaban la calle. Rápidamente, un vecino ofreció su taxi para llevar a la accidentada al hospital para las curas y la consabida inyección anti-tetánica.
Había sido la bruja. Lo sabíamos, pero... nos podíamos considerar a salvo? Vale que la chica que interrumpió la sesión de ouija es la que estaba recibiendo la maldición, pero era otra niña la que había servido de mano ejecutora para los planes de venganza de la fantasmagórica bruja. No podíamos estar tranquilos.
Contamos todo esto a nuestros padres que nos regañaron por jugar en la obra. De los cuentos de fantasmas del barrio no nos dijeron sí o no, al fin y al cabo sabíamos de esas leyendas por boca de los adultos, pero no nos dijeron que atribuyéramos a una maldición el desafortunado accidente de nuestra compañera de juegos. Simplemente nos nos dijeron que no jugáramos en las obras, que eran peligrosas. Nuestra compañera volvió por la tarde de hospital ya calmada y con un buen vendaje. El padre con una tirita en la frente. Ya no nos vimos hasta el fin de semana siguiente. La recuperación de la niña fue rápida y favorable. No la nuestros corazones pues el miedo a la bruja seguía.
Las obras siguieron tal cual. No se paró, no se investigó. Eran los años 80. La seguridad en el trabajo era más cosa del obrero que debiera tener cuidado con su trabajo y de los vecinos de no acercarse a la zona de trabajo. ¿Protección? Tu responsabilidad. La lección de jugar en el encofrado estaba aprendida pero las obras seguían, y los materiales seguían siendo juguetes.
Continuará...