Tuesday, June 24, 2008

LA CABAÑA DEL INDIO

A más de uno le puede sonar este título a una aventura tipo Tom Sawyer y Huckleberry Fynn. Pues lo que van a leer es la historia de una leyenda viva de un pueblo en el que pasábamos los veranos haciendo toda clase de gamberradas.

Por aquel entonces nos divertíamos con las bicicletas y éramos ávidos tragadores de helados aunque ya le habíamos encontrado más el gustito a la cerveza y a los cigarritos. Nuestras aventuras iban más allá de los confines del pueblo y nos atrevíamos a traspasar los límites municipales por las más peligrosas carreteras de curvas y por tortuosos caminos de montaña.

Una vez, después de pedalear durante horas, llegamos a un riachuelo que se podía atravesar por una zona de muy poca profundidad. Y como por este paso discurría el camino que íbamos siguiendo, decidimos traspasar el río. Aflojamos la marcha de las bicicletas para no resbalar mientras atravesábamos el río. En la otra orilla, oculta tras unos árboles, vimos una cabaña construida con materiales diversos que bien le daban el aspecto de una chabola. Anexa a la cabaña había un cercado de tela metálica donde se veía correr a unas cuantas gallinas de aspecto enfermizo. La imagen general de aquella construcción era más propia de un documental sobre el cuarto mundo. Por la presencia de las gallinas intuíamos que en esa cabaña había gente, si más no en ese momento parecía que no había nadie.

Muertos de curiosidad nos acercamos para ver de cerca aquella misteriosa cabaña de la que jamás habíamos tenido noticia no estando esta muy lejos del pueblo donde pasábamos las vacaciones de verano. Al aproximarnos a la fea construcción a base de retales de diversas cosas, descubrimos que se encontraba vacía en ese momento y echamos un vistazo general, mirando de cerca las famélicas gallinas, chapas que formaban paredes, uralitas que remataban el techo y, por supuesto, nos inclinamos sobre un sucio ventanuco para ver el interior.

A través de una polvoriento cristal roto vimos que en la casa debía estar habitada habitualmente dado que tenía una mesa con un plato con sus restos de comida reciente, de refilón se veía una cocina y, entre otras cosas, una cama desecha de la cual parecía que habían estado durmiendo la noche anterior. Toda la casa echaba un hedor lo más parecido al de unos huevos podridos. Una peste que nos irritaba la pituitaria despertando en nuestro cerebro un maldito recuerdo odorífero que no habíamos experimentado desde hacía años.

De repente, un fuerte ladrido nos asustó. Un perrazo enorme nos estaba ladrando desde detrás de unos árboles. Junto al perro se oyó la voz de un hombre mayor que decía:

Calla, perro asqueroso. ¿Es que hay alguien?

El perro vino corriendo emitiendo ladridos a nosotros y, despavoridos por la repugnancia del tono de voz de aquel hombre, salimos pedaleando lo más rápido que pudimos.

Ya por la noche nos encontramos con Juan Carlillos, un gamberrete de la capital que acababa de llegar al pueblo a pasar las vacaciones depués de haber estado una semana de ruta por Méjico (o eso era lo que nos dijo). Juan Carlillos nos contó las aventuras que nos habiamos perdido después de unos meses sin haber coincidido y así nos pusimos al día de lo que habiamos vivido durante el año. Entre otras cosas nos contó que le había visto el felpudo a su novia en los labavos del colegio y nos contó que era "todo peludo".

Después de meternos una litrona y fumarnos unos Lucky Strike en el bosquecillo nos fuimos a casa de un amigo para sentarnos alrededor de una mesa a jugar a las cartas en el garaje y seguir hablando. En eso que, de los 5 que éramos, dos estuvimos en la cabaña y decidimos contar lo que habíamos visto. No omitimos detalles en calificar como muy misteriosa la presencia de aquella cabaña y sus asquerosos habitantes: gallinas enfermas, un perro rabioso y un hombre de voz como... viscosa. JuanCarlillos que todo y tener sólo 13 años tenía ya mucho mundo corrido, nos comentó que, por los detalles que aportábamos, se trataba de la CABAÑA DEL INDIO. Nos quedamos muy sorprendidos ya que no habían indios en ese pueblo, los indios estaban en América. Juan Carlillos nos aclaró que el término Indio se lo había ganado ese señor por su tonalidad de piel y aspecto facial ya que, todo y ser caucásico, parecía amerindio y por esto la gente lo conocía como el Indio.

Juan Carlillos, que era un peliculero de cojones pero no dudamos nunca de su sinceridad, nos contó las peripecias del Indio y por qué vivía en esta especie de granja de construcción tipo chabola. Por lo visto el Indio se había ganado la mala fama de haber matado niños y se había forjado la leyenda de que incluso comía carne humana. Vivía apartado del pueblo porque hacía muchos años cometió un asesinato y fue encarcelado durante 15 años en los que fue expuesto a todo tipo de torturas. Cuando salió de la cárcel volvió al pueblo donde siempre había vivido pero al recibir el rechazo de sus vecinos se vio forzado a vivir apartado del nucleo urbano llevando una vida de subsistencia a base de consumir la leche que le daba una cabra, agua del río, huevos de gallina y todo lo que encontraba por el bosque. Todo, quería decir todo. Si algún niño curioso se acercaba a la cabaña primero se quedaba con su cara. Si el niño tenía el valor de ir otra vez, le podía amonestar verbalmente con toda una colección de perjurios que harían enfermar a cualquiera. Pero si alguien tenía el suficiente valor de ir de nuevo a molestarle en su lugar de ermitaño retiro, era el momento de formar parte del complemento de su dieta de caza y recolección.

Ante tal relato nos quedamos con ganas de ir a ver de cerca a tal caníbal. Al día siguiente nos acercamos todos a la cabaña del Indio. Allí, escondidos detrás de unos arbustos, vimos que estaba arrojando una serie de huesos largos dentro de un bidón de aceite que en cuya superficie requemada aun se podía leer la marca CEPSA. Acto seguido aquel ser vertió en el bidón un cubo de agua y una serie de polvos que nos daba la sensación de que se estaba preparando un caldo pero ni más ni menos que en un bidón de aceite para motores. Cuando nos percatamos de las dimensiones de los huesos no pudimos pensar otrea cosa de que se trataban de huesos humanos. Aquel hijo de puta se estaba preparando un caldo de persona. Pueden ustedes imaginarse cómo nos sentimos. Yo noté como si una mano invisible me agarrara el estómago por abajo y otra me apresara el esófago impidiéndome que pudiera vomitar. Pese el calor del verano y las amenazas de incendios forestales, aquel hombre encendió la fogata para calentar el caldo humano que se cocería en el bidón de CEPSA. El más pequeño de nosotros no pudo más y marchó corriendo y llorando a moco tendido en un ataque de pánico, lo que provocó que el Indio se percatara de nuestra presencia y mandó al perro a espantarnos o a cazarnos, yo qué sé. Cogimos las bicicletas y salimos pitando.

La verdad, al salir de aquel escenario, no recordábamos si estábamos en la fase en que "se había quedado con nuestra cara" o si ya nos había lanzado la maldición con una colección de insultos y perjurios ya que corríamos y gritábamos, y no alcamos a oir más que una voz viscosa pronunciando no sé qué discurso. Este punto era importante ya que de ello dependía una tercera visita.

Después de mucho pedalear, finalmente llegamos al bosquecillo donde usualmente nos bebíamos nuestras litronas y procedimos a encender unos cigarritos por el hecho de que nos relajaríamos si fumábamos un poco. El humo de aquel cigarrillo fue el más malo de mi vida. No podía saborear el humo del Lucky porque se me mezclaba con el nauseabundo hedor de la cabaña del Indio. Hedor que llevaba yo impregnado en la camiseta. No creo que estuviéramos tanto tiempo en las cercanías de esa choza, pero por poco rato que estuviéramos, los vapores del caldo fueron suficientemente nebulizados como para llegar a nosotros, por la acción del ligero viento, y alojarse en nuestras ropas.

Hicimos un poco de reunión acerca de lo ocurrido y nos dijimos de no volver jamás a aquella cabaña. Pero el morbo era tal que nos llevó a acercarnos una vez más, pero esta vez advirtiendo que quien tuviera miedo sería mejor que se quedara en casa.

Ese mediodía ninguno de nosotros comió. En casa, nuestros respectivos padres se quedaron muy desconcertados y no daban crédito a que sus hijos no probaran bocado ni bebieran un sólo vaso de gazpacho. Lo que presenciamos aquella mañana nos había quitado el apetito pero nos había dejado con otro tipo de hambre. El hambre de volver a observar qué es lo que hacía el Indio en esa cabaña. Ya me dirán ustedes qué es lo que nos llevó a volver a esa cabaña, a volver a mirar a nuestro miedo cara a cara. ¿Qué le haríamos? ¿Qué nos haría si el Indio nos pillaba de nuevo? Nosotros, unos niñatos que fumábamos y bebíamos cerveza de escondidas, que nos dedicábamos a saltar a los huertos a coger manzanas, melones y pimientos sin tener la necesidad real de "tomar prestado" nada ya que en casa nunca faltaba el plato en la mesa, ¿qué nos impulsaba a introducirnos en casa del Indio más cuando no tenía nada él que nos pudiera interesar y no resultaba nada atractiva la idea de encontrarnos con ese humano por los peligros que supuestamente corríamos en caso de ser alcanzados? Nada, nada. Todo y en lo que ahora estoy reflexionando, creo que lo mejor de todo era observar. No observar su casa, su persona, sus enfermas gallinas o su maloliente caldero de refinería petroquímica, lo importante era observar nuestra reacción y nuestro miedo.

Así pues, esa misma tarde nos volvimos a reunir con nuestras bicicletas y pedaleamos hasta las inmediaciones de la casa del Indio. Desde el riachuelo vimos que se alejaba de la casa con una hoz y un capazo y su perro caminaba con su mismo ritmo unos diez metros por delante de él. Cuando ya vimos que se había metido en la espesura del bosque decidimos avanzar y acercarnos a la cabaña. Esta vez, tentando a la suerte, los cinco que fuimos nos armamos de valor para profanar esa casa de los horrores que era la cabaña, penetrando por el corral donde estaban aquellas muertas-vivientes gallinas. No resultó difícil entrar en la cabaña puesto que la puerta carecía de cerradura y quedaba entreabierta. Y es que, visto así, ¿para qué quieres poner cerradura en tu casa si nadie se atreve ni a acercarse?

Dentro de la cabaña descubrimos que se trataba de un sólo habitáculo con los enseres que ya he descrito: una cama desecha, una mesa, todavía estaban los restos de comida otro día, etc... pero vimos cosas nuevas a nuestros ojos. Esta vez no fue mi estómago sinó mi corazón, y como el mío el de los demás, el que fue apresado por aterradoras manos invisibles al ver con mis propios ojos, sobre la encimera de una vieja cocina a butano, la cabeza de una cabra con los ojos desorbitados. Esa cabeza estaba infestada de moscas por todas partes: ojos, lengua y sobretodo por el cuello en donde se había coagulado la sangre del animal. Nos dijimos que era momento de salir corriendo de esa maldita cabaña. Ya habíamos visto suficiente. Era preferible que nos quedáramos con las ganas de saber para qué tenía la cabeza de la cabra pudriéndose sobre la cocina a que nos pillara husmeando en su casa. Pero era demasiado tarde. En el momento que salíamos del corral el Indio estaba a 20 metros de la entrada con lo que nos pilló de marrón y soltando el capazo lleno de hierbajos, enarboló la hoz a la vez que empezaba a correr hacia nosotros gritando no se qué frases que no llegamos a entender dado que su viscosa voz no nos permitía distinguir ni una sola palabra más allá de Ah! y Oh! como si tuviera la boca llena de blandi-blub. Su perrazo, lejos de empezar a correr hacia nosotros, se volvió histérico y no hizo otra cosa que empezar a dar vueltas sobre sí mismo ladrando y tratando de morderse el rabo e hizo que el Indio, en un arrebato de locura, le diera una fuerte patada, que lo desplazó un metro, mientras le ordenaba que nos persiguiera.

No habíamos empezado a levantar las bicicletas del suelo que parecía que ya teníamos al Indio encima nuestro. Y era por la fuerte peste que desprendía, no sólo la cabaña ni las gallinas enfermas, ya era su propio olor putrefacto que supe que ya estaba más cerca. Pudo prender de la camiseta a uno de nosotros haciendo que nos mostrara su cara de poco aspecto amerindio pero con una barba de pelo rebelde de color plomo con trazos amarillos de nicotina en la parte de la boca y nariz, y con una asquerosa espuma en la comisura de los labios.

Finalmente, tras un forcejeo del chaval y unas pedradas por parte de los que estábamos fuera de alcance, logramos zafarnos de las manos del Indio y huimos pedaleando lo más que pudimos. Una vez ya llegamos a nuestro bosquecillo secreto nos sentimos a salvo pero del nerviosismo que teníamos en el cuerpo no logramos ni encender un sólo Lucky. Y de bien poco nos hubiera servido un cigarrillo. Hubiéramos necesitado un Valium10 para sosegarnos.

Decidimos no visitar jamás a la cabaña del Indio y se puede decir que no volvimos a mencionarla hasta el punto de que la aventura se conviertió en tema tabú. Era más que evidente que ya habíamos pasado por la segunda fase de su ritual de caza y ya no sólo se había quedado con nuestras caras y nos había bendecido con sus palabras, si se nos ocurría acercarnos una vez más ya nos podíamos considerar su cena. Aun hoy, veinte años después de los hechos, estoy seguro que si me acerco a la cabaña del Indio, él me reconocerá.

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